“Las leyes son las condiciones con que los hombres aislados e independientes se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra, y de gozar una libertad que les era inútil en la incertidumbre de conservarla”. Así define Beccaria el origen del pacto social. En otras palabras, la sociedad nace como un intento de gestionar los conflictos que surgían de la convivencia en aquel entonces.
En los equipos de trabajo, especialmente en los multidisciplinares y distribuidos del ámbito del marketing digital, ocurre algo parecido. Profesionales independientes con perfiles, formaciones, experiencias y lenguajes distintos se unen para construir algo juntos. Pero esa diversidad, que es su mayor valor, también puede ser fuente de malentendidos, desacuerdos y fricciones. Y en muchas ocasiones, el conflicto no nace del fondo, sino de la forma: de cómo se dicen las cosas, cuándo se dicen y en qué canal se comunican.
La mayoría de las conversaciones se producen hoy a través de mensajes escritos: correos, chats, tickets de tareas, comentarios en documentos compartidos… un caldo de cultivo para malas interpretaciones y tensiones evitables.
Daniel Goleman lo explicaba bien: “No se trata de evitar los conflictos sino de resolver los desacuerdos y los resentimientos antes de que escalen”. En su libro Inteligencia emocional explica a su vez por qué no es tan fácil y cómo nuestro cerebro y nuestras emociones nos empujan hacia la escalada de los conflictos.
“Estando enfadado harás tu mejor discurso del que siempre te arrepentirás” suele decir William Ury. En contextos digitales, ese discurso no suele ser oral, sino escrito. Y ahí es donde entra en juego el poder o, mejor dicho, el peligro de las palabras.
Quienes hemos trabajado en la facilitación de proyectos sabemos lo fácil que es que una frase escrita con intención neutra sea leída como una crítica, una acusación o un desprecio. En equipos donde hay urgencia, presión por resultados o falta de cohesión, esa interpretación puede desembocar en bloqueos, desmotivación, pérdida de confianza y una bajada de calidad.
En este contexto, la figura del facilitador o coordinador no es tan distinta de la del mediador: se trata, en el fondo, de canalizar la conversación, filtrar los mensajes perjudiciales y reforzar aquellos que permiten avanzar. Ser vigilantes de las palabras, no para censurarlas, sino para controlar su impacto.
Son múltiples las referencias de grandes autores sobre el poder de las palabras. Mariano Sigman, en El poder de las palabras, demuestra con numerosos experimentos cómo una conversación bien conducida puede mejorar nuestras decisiones, reducir sesgos y fortalecer vínculos. Otro ejemplo del poder de las palabras nos lo da María Koninova en ¿Cómo pensar como Sherlock Holmes? Nos describe uno de los experimentos de Elizabeth Loftus: según el verbo utilizado para describir un accidente (estrellar, chocar, tocar…), los participantes del estudio no solo estimaban distintas velocidades, sino que llegaban a recordar detalles inexistentes, como cristales rotos. Lo mismo ocurre en el entorno laboral: una palabra puede cambiar por completo la lectura de una situación objetiva y con ella su recuerdo y su experiencia.
Por eso es importante que quienes lideramos o facilitamos equipos asumamos la responsabilidad que conlleva cada mensaje. Y no solo en lo que decimos, sino también en cómo leemos lo que los demás han dicho.La experiencia me enseña algo esencial: la mayoría de los conflictos no estallan por el problema en sí, sino por cómo se gestiona la conversación alrededor de ese problema. En los equipos digitales actuales, la palabra escrita se ha convertido en la principal herramienta de trabajo. Y también en la mayor fuente de fricción si no se usa con cuidado. Ser conscientes de su poder y actuar con responsabilidad es, quizás, uno de los grandes retos de la gestión contemporánea.